por Jorge Quiroga
Nosotros
dos
La narrativa de Néstor Sánchez es
desde su primer novela Nosotros dos
una indagación, una búsqueda, la pregunta por el pensamiento del pasado, una y
otra vez, el destino va infiltrando su recuerdo hasta casi desmembrarse, y todo
encuentro es un mito, una forma de la soledad. Es que el camino en sentido
contrario cuenta una historia cifrada, si caminar alrededor y en la oscuridad
de la ciudad, obstinadamente, preguntando el sentido, (o qué eran los dos, en
ese espacio intransitable y desdibujado, de un verano que no puede
recuperarse), incita a escribir, también hace recordar.
La escritura es intervención irreal
y modulada, un golpe de sentido, como cruzar el río inmundo, retornar a
Banfield y al Sur. Semeja resplandores en la noche, y en el patio del suburbio,
en las piezas del azar.
Pedazos de imágenes, fragmentos
dispersos: puede ser un suéter celeste, un río, una banderola opaca, una pileta
horadada, los remiendos en las sábanas de los hoteles baratos, vías apenas
iluminadas, ladridos de perros, ventanas en ruinas, sufrimientos, tristezas irremediables,
o un hombre simplemente que recuerda.
El mundo, o mejor dicho, el pequeño
cosmos, es repetición, poesía del vacío, cielo desteñido, en los extramuros del
tiempo pasado. Parte también del llamado fracaso argentino previsible.
Historias interpenetradas, el
recuerdo gasta ya se corroe, todo deja de pertenecer, es que la vida sigue
siendo breve, interconecta con el aislamiento de no tener destino. Él habla.
Improvisa, desaparece, naufraga en esa desesperación de la ausencia. Por eso
dice “mezclé mi pobre Arlt con mi manera especialísima de caminar el tango que
me venía de Santana”. Todo ese mundo peligroso e irrisorio, que atravesará su
poética, un sitio torvo de gente que bordea una vida de iluminados, que se
extravían en el vacío, de lo que está al margen. Furioso, onetiano, como si
viviera en la negación del extremo, aparentemente sin salida.
Leer toda la literatura argentina. Irse
desprendiendo de lo presentido, siempre huir, ausentarse. A ella le dice: “fuiste
capaz de cosas increíbles a fuerza de no darte cuenta de casi nada, de aceptar
acaso el destino”. Ya que esta novela es una interpretación, una carta no
enviada, una improvisación. El proyecto es interrumpido, es inviable, quedan
restos de lo que fue, justamente de aquello que no se puede desviar de ningún
modo, que se envuelve en lo trunco.
El río está brillando fantasmal,
tiene que ver con cierta memoria de lo que no está allí, y que sin embargo es
un pasado irreal. La vida de nosotros, escribe Sánchez, esa vida resguardada,
en brumosos reservados, con misteriosos rostros oscuros. Todo dicho, reiterado,
obstinado, raramente poetizado. “Todo siempre mezclado, siempre haciendo agua”,
la historia monótona lamentable.
El sentimiento del tiempo,
prevalece en la creación de este imaginario, “tragado por los ruidos de la
ciudad”, “los dos en un barrio apartado de la ciudad”, como mariposas en un
álbum y voces de algo ya formulado
Son pocos recuerdos que martillan
el inicio de una narrativa vibrante, en su capacidad desgarrada, rodean un país
invadido, en el centro de una corriente de años que se suceden, y que por
vuelta de la escritura, mantienen la única posibilidad de rememoración.
Nosotros dos hace presente una
novelística y una literatura desusada, que tiene que leerse como un dominante
entrelazamiento, que habla de una versión literaria, en la que el lenguaje es
el principal juego.
Siberia
Blues
La escritura se irá radicalizando,
una voz como interior irá improvisando, utilizando una progresión,
envolviéndose en torbellinos, en cargas y franjas urquicenses de sentido casi
interrogativo, en las que la legendaria barra de Toma sol de la Siberia, irá
ocupando el escenario de ese lenguaje fronterizo y desatado.
Sánchez libera sus astronautas,
corroe las frases, escribe una poemática tan sólo con restos narrativas “por la
calle Valdenegro al norte, también durante los años cuarenta, languidecía la
frontera y al empezar los plátanos ya no quedaban rastros de la Siberia”. Con
su piyama explicaba aforísticamente la sordidez del mundo. Con su Kropotkin en
el sobaco. Un obispo se recluía en su apodo. En la quinta de Saavedra, después
alambrada y cobijante. Esos seres de allí, nunca se transferirán. Restos inciertos
“donde los hechos serán alterados” en una poética de lo desolado. Donde se
cruza o no el límite, la última orilla, e indecisamente, los atrapados se
reúnen en el Bar Trece, para dilapidar el tiempo que se disuelve.
Años invencibles, heroicos, con
personajes que ya entran y salen, donde ya no importa quién habla sino de qué
se habla. El tiempo se roba porque es un destiempo acribillado de bufosos,
artimañas picarescas, planes remotos. La yegua, resplandeciendo en el callejón
del barrio, abriéndose en las intermitencias de la Siberia, era una constancia
instalada en el temblor de la siesta. Tirando del carro en su paseo asoleado.
Un fraseo interior. La imbrincación,
el detalle, una vacilación que se desarrolla en el resplandor de las historias
secretas. Dudas, interrogaciones del recuerdo, es acaso esto el destino de las
trampas. Los sujetos se apelmazan, se tocan, es todo un sistema de autorreferencias,
y vacíos brutales que se rinden en la frontera siberiana.
El
amhor, los orsinis, y la muerte
La tercera novela de Néstor Sánchez
cierra una zaga. Y es escrita extremando las resonancias, repeticiones y
variaciones de sentido, mediante una cohorte de personajes, nombres, humildades
lúdicas, es a la vez una escritura en busca del traslado de una alucinación y
un riesgo espiritual equívoco. Esto ya se había insinuado antes, pero ahora se
vuelve una posibilidad cierta, una narración tan condensada que ronda el
lenguaje –o el extravío–, transmitiendo la ambigüedad en personajes
intercambiables, con filiaciones y proximidades atenuadas por lo sepia.
Clarividencias que sólo permiten
salir, ahora con gestos y rostros insistentemente espeluznantes, la realidad en
sí, diversos tiempos superpuestos, el espacio literario en la claridad de
Ingeniero Maschwitz y su atmósfera especial, o en la casa de Flores, en el
aguantadero, donde Donald Gleason espera, quién sabe qué señal, o en la piecita
del suicida, donde suena la estampida, en el recuerdo del tío Ismael.
Esa enigmática unión entre la vida
y la muerte, un hermetismo, mezcla afiebrada que indica la búsqueda espiritual
y transitoria. Alguien se convoca imaginariamente, se lo hace existir, en
verdad concibe una desconfianza en el lenguaje, que logra que se sustantivice,
lo que no se puede conocer, observando atentamente hasta apagarse.
El asalto final, al edificio de la
Caja Nacional de Ahorro Postal, articula una ensoñación improcedente, donde
mueren los mejores, se les da un pasaje y tal vez una señal, un código, que
pueda dejar pronunciar un nombre, más allá de los caídos en acción.
Cómico
de la lengua
Decía Néstor Sánchez, poco tiempo
antes de publicar su novela Cómico de la
lengua, en el prólogo a una serie de textos italianos sobre Césare Paveese:
“poesía no es otra cosa que reiteración, toda escritura es una ética (o una
sospecha bastante parecida a una esscritura”. En Cómico... se narran las peripecias de un grupo en “la supuesta
inverosimilitud del olvido”, esa gente está viviendo un exilio de sí mismos,
mientras alguien narra, tacha, intenta describir de manera agonizante y
corruptible, recordando y recapitulando un fugaz conocimiento abismal. Un
paquete que viaja misteriosamente, alusiones, cada uno con sus motivos para
armar una historia, que los lleva alternativamente al claro de la selva, o a
Buenos Aires, a las pequeñas caligrafías, a un tedio que no los impulsa, entrando
y saliendo, con identidades múltiples, cuya única razón de ser es la escritura.
La fragilidad de no ser preciso,
historias alrededor de figuras, la regulación de la inmediatez, en un mundo que
se escinde y se esconde, sin necesidad de pronunciarse, el espejo o la palabra
espejo, todo es una escena que atrae, en la repetición infinita.
El silencio, las frases reiteradas,
los sucesos corrientes que envuelven fragmentos de sentido, los cambios de
tono, donde lo importante es la transmisión de una memoria. Evitar lo real,
para poetizar un pasado que no existe, que sólo se imagina en el narrar. Dibujar
en las paredes, “la nada inverificable”, el acecho a aquello que somos y que
está allí, en el cifrado de la literatura, la vida está en otra parte, en el impulso
del viaje. Se trata del reencuentro en los paisajes más indescriptibles, en los
sondeos y desmantelamientos. Las palabras son una manera de volver, de esconder
un mundo caído. Escenas congeladas, que sin embargo merecen la reiteración, el
peso de lo contingente, las puertas inútilmente clausuradas.
Narrativa
de Sánchez
La narrativa de Sánchez está
organizada mediante la formación de ciertos tramos que van imbricándose de
diversa manera, hasta evocar imágenes densas y contundentes, historias tan cerradas
en su mismo poder de alusión, que hacen imposible, no volver a ellas, una y
otra vez.
Como quiera que sea, si el mundo
real es imposible, la escritura poemática, es decir, un modo particular de
concebir el vínculo entre lo conocido y lo desconocido, el lenguaje como
instrumento de indagación, sin ataduras a lo verosímil, también lo es.
Si la literatura es conocimiento en
los bordes, el tipo de experiencia literaria que Néstor Sánchez ensayó de
manera incesante fue una experimentación sin concesiones, y consiguió plasmar
una obra, que figura entre las más importante de nuestro tiempo. Su
desaparición, su largo silencio, forman parte de sus misteriosos gestos de
escritor profético, cultor de la otra literatura, la que nos inquiere y
convoca. Dándose en ráfagas narrativas, en silencios, en reflejos inútiles.
Sánchez va cerrando un territorio que no pertenece a nada, que se extiende
hacia la noche, ya un habla casi inaudible, que hace seguramente pensar en el
vacío.
Los encuentros a cualquier hora del
día, son cosas olvidadas en una pequeña caja de Pandora sin fondo, que
reagrupan la memoria y la difunden. “La posibilidad de un dolor infinitamente
excitante existe”, la vida es fiesta, proliferación, “errancias recobradas,
dicha amplitud del olvido”; que justifica la escritura y la constriñe en sus
propios límites. Alguien habló y dijo algo, que se recuerda y piensa. Visiones
introducidas en un vasto sentido que se pierde, enfoques jadeantes,
anticipaciones de la nada.
Nosotros
dos, de Néstor Sánchez
XXII
No sé de dónde el hábito a sentirlo
todo en una sola tarde, los tres años antes de las doce de la noche y nosotros
solos, casi sin hablarnos, por una calle que en mí debe corresponder a la zona
del Bajo. Una única tarde en que las tantas piezas recorridas, los postigos
trabados, la falta de ventanas y el techo bajo, el techo a dos aguas y los
objetos con otras marcas de manos, siempre las sábanas amarillentas o una
frazada sola o una colcha desteñida para taparnos, los libros firmados por
otros, los puchos y el olor de los otros, todo se reduce y se funde, no sale de
un ocre sucio en Arles, de un olor a trapos en el armario del altillo: me veo
con las manos paralizadas en los bordes de las solapas, vos que tironeás una
punta del papel floreado de las paredes a dos semanas del club social de
Caballito, un poco pálida y el vestido verde, que te gusta esa pieza con el
ruido del agua que cae en el water y la luz roja sobre la cabecera de la cama,
apenas apoyada con un dedo y yo que te llamo desde la persiana sujeta con
alambre, por el único intersticio, sin atreverme a otra cosa, te muestro el
resplandor del río, la calle con adoquines irregulares por la que caminan sin
hablarse un hombre y una mujer a la caída de la tarde.
Publicado
inicialmente en el n° 18/19 de la revista EL OJO MOCHO, primavera/verano 2004.
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