sábado, 17 de noviembre de 2012

AUSENCIAS: NÉSTOR SÁNCHEZ


por Jorge Quiroga


Nosotros dos

La narrativa de Néstor Sánchez es desde su primer novela Nosotros dos una indagación, una búsqueda, la pregunta por el pensamiento del pasado, una y otra vez, el destino va infiltrando su recuerdo hasta casi desmembrarse, y todo encuentro es un mito, una forma de la soledad. Es que el camino en sentido contrario cuenta una historia cifrada, si caminar alrededor y en la oscuridad de la ciudad, obstinadamente, preguntando el sentido, (o qué eran los dos, en ese espacio intransitable y desdibujado, de un verano que no puede recuperarse), incita a escribir, también hace recordar.

La escritura es intervención irreal y modulada, un golpe de sentido, como cruzar el río inmundo, retornar a Banfield y al Sur. Semeja resplandores en la noche, y en el patio del suburbio, en las piezas del azar.

Pedazos de imágenes, fragmentos dispersos: puede ser un suéter celeste, un río, una banderola opaca, una pileta horadada, los remiendos en las sábanas de los hoteles baratos, vías apenas iluminadas, ladridos de perros, ventanas en ruinas, sufrimientos, tristezas irremediables, o un hombre simplemente que recuerda.

El mundo, o mejor dicho, el pequeño cosmos, es repetición, poesía del vacío, cielo desteñido, en los extramuros del tiempo pasado. Parte también del llamado fracaso argentino previsible.

Historias interpenetradas, el recuerdo gasta ya se corroe, todo deja de pertenecer, es que la vida sigue siendo breve, interconecta con el aislamiento de no tener destino. Él habla. Improvisa, desaparece, naufraga en esa desesperación de la ausencia. Por eso dice “mezclé mi pobre Arlt con mi manera especialísima de caminar el tango que me venía de Santana”. Todo ese mundo peligroso e irrisorio, que atravesará su poética, un sitio torvo de gente que bordea una vida de iluminados, que se extravían en el vacío, de lo que está al margen. Furioso, onetiano, como si viviera en la negación del extremo, aparentemente sin salida.

Leer toda la literatura argentina. Irse desprendiendo de lo presentido, siempre huir, ausentarse. A ella le dice: “fuiste capaz de cosas increíbles a fuerza de no darte cuenta de casi nada, de aceptar acaso el destino”. Ya que esta novela es una interpretación, una carta no enviada, una improvisación. El proyecto es interrumpido, es inviable, quedan restos de lo que fue, justamente de aquello que no se puede desviar de ningún modo, que se envuelve en lo trunco.

El río está brillando fantasmal, tiene que ver con cierta memoria de lo que no está allí, y que sin embargo es un pasado irreal. La vida de nosotros, escribe Sánchez, esa vida resguardada, en brumosos reservados, con misteriosos rostros oscuros. Todo dicho, reiterado, obstinado, raramente poetizado. “Todo siempre mezclado, siempre haciendo agua”, la historia monótona lamentable.

El sentimiento del tiempo, prevalece en la creación de este imaginario, “tragado por los ruidos de la ciudad”, “los dos en un barrio apartado de la ciudad”, como mariposas en un álbum y voces de algo ya formulado

Son pocos recuerdos que martillan el inicio de una narrativa vibrante, en su capacidad desgarrada, rodean un país invadido, en el centro de una corriente de años que se suceden, y que por vuelta de la escritura, mantienen la única posibilidad de rememoración.

Nosotros dos hace presente una novelística y una literatura desusada, que tiene que leerse como un dominante entrelazamiento, que habla de una versión literaria, en la que el lenguaje es el principal juego.

Siberia Blues

La escritura se irá radicalizando, una voz como interior irá improvisando, utilizando una progresión, envolviéndose en torbellinos, en cargas y franjas urquicenses de sentido casi interrogativo, en las que la legendaria barra de Toma sol de la Siberia, irá ocupando el escenario de ese lenguaje fronterizo y desatado.


Sánchez libera sus astronautas, corroe las frases, escribe una poemática tan sólo con restos narrativas “por la calle Valdenegro al norte, también durante los años cuarenta, languidecía la frontera y al empezar los plátanos ya no quedaban rastros de la Siberia”. Con su piyama explicaba aforísticamente la sordidez del mundo. Con su Kropotkin en el sobaco. Un obispo se recluía en su apodo. En la quinta de Saavedra, después alambrada y cobijante. Esos seres de allí, nunca se transferirán. Restos inciertos “donde los hechos serán alterados” en una poética de lo desolado. Donde se cruza o no el límite, la última orilla, e indecisamente, los atrapados se reúnen en el Bar Trece, para dilapidar el tiempo que se disuelve.

Años invencibles, heroicos, con personajes que ya entran y salen, donde ya no importa quién habla sino de qué se habla. El tiempo se roba porque es un destiempo acribillado de bufosos, artimañas picarescas, planes remotos. La yegua, resplandeciendo en el callejón del barrio, abriéndose en las intermitencias de la Siberia, era una constancia instalada en el temblor de la siesta. Tirando del carro en su paseo asoleado.

Un fraseo interior. La imbrincación, el detalle, una vacilación que se desarrolla en el resplandor de las historias secretas. Dudas, interrogaciones del recuerdo, es acaso esto el destino de las trampas. Los sujetos se apelmazan, se tocan, es todo un sistema de autorreferencias, y vacíos brutales que se rinden en la frontera siberiana.

El amhor, los orsinis, y la muerte

La tercera novela de Néstor Sánchez cierra una zaga. Y es escrita extremando las resonancias, repeticiones y variaciones de sentido, mediante una cohorte de personajes, nombres, humildades lúdicas, es a la vez una escritura en busca del traslado de una alucinación y un riesgo espiritual equívoco. Esto ya se había insinuado antes, pero ahora se vuelve una posibilidad cierta, una narración tan condensada que ronda el lenguaje –o el extravío–, transmitiendo la ambigüedad en personajes intercambiables, con filiaciones y proximidades atenuadas por lo sepia.

Clarividencias que sólo permiten salir, ahora con gestos y rostros insistentemente espeluznantes, la realidad en sí, diversos tiempos superpuestos, el espacio literario en la claridad de Ingeniero Maschwitz y su atmósfera especial, o en la casa de Flores, en el aguantadero, donde Donald Gleason espera, quién sabe qué señal, o en la piecita del suicida, donde suena la estampida, en el recuerdo del tío Ismael.

Esa enigmática unión entre la vida y la muerte, un hermetismo, mezcla afiebrada que indica la búsqueda espiritual y transitoria. Alguien se convoca imaginariamente, se lo hace existir, en verdad concibe una desconfianza en el lenguaje, que logra que se sustantivice, lo que no se puede conocer, observando atentamente hasta apagarse.

El asalto final, al edificio de la Caja Nacional de Ahorro Postal, articula una ensoñación improcedente, donde mueren los mejores, se les da un pasaje y tal vez una señal, un código, que pueda dejar pronunciar un nombre, más allá de los caídos en acción.

Cómico de la lengua

Decía Néstor Sánchez, poco tiempo antes de publicar su novela Cómico de la lengua, en el prólogo a una serie de textos italianos sobre Césare Paveese: “poesía no es otra cosa que reiteración, toda escritura es una ética (o una sospecha bastante parecida a una esscritura”. En Cómico... se narran las peripecias de un grupo en “la supuesta inverosimilitud del olvido”, esa gente está viviendo un exilio de sí mismos, mientras alguien narra, tacha, intenta describir de manera agonizante y corruptible, recordando y recapitulando un fugaz conocimiento abismal. Un paquete que viaja misteriosamente, alusiones, cada uno con sus motivos para armar una historia, que los lleva alternativamente al claro de la selva, o a Buenos Aires, a las pequeñas caligrafías, a un tedio que no los impulsa, entrando y saliendo, con identidades múltiples, cuya única razón de ser es la escritura.

La fragilidad de no ser preciso, historias alrededor de figuras, la regulación de la inmediatez, en un mundo que se escinde y se esconde, sin necesidad de pronunciarse, el espejo o la palabra espejo, todo es una escena que atrae, en la repetición infinita.

El silencio, las frases reiteradas, los sucesos corrientes que envuelven fragmentos de sentido, los cambios de tono, donde lo importante es la transmisión de una memoria. Evitar lo real, para poetizar un pasado que no existe, que sólo se imagina en el narrar. Dibujar en las paredes, “la nada inverificable”, el acecho a aquello que somos y que está allí, en el cifrado de la literatura, la vida está en otra parte, en el impulso del viaje. Se trata del reencuentro en los paisajes más indescriptibles, en los sondeos y desmantelamientos. Las palabras son una manera de volver, de esconder un mundo caído. Escenas congeladas, que sin embargo merecen la reiteración, el peso de lo contingente, las puertas inútilmente clausuradas.

Narrativa de Sánchez

La narrativa de Sánchez está organizada mediante la formación de ciertos tramos que van imbricándose de diversa manera, hasta evocar imágenes densas y contundentes, historias tan cerradas en su mismo poder de alusión, que hacen imposible, no volver a ellas, una y otra vez.

Como quiera que sea, si el mundo real es imposible, la escritura poemática, es decir, un modo particular de concebir el vínculo entre lo conocido y lo desconocido, el lenguaje como instrumento de indagación, sin ataduras a lo verosímil, también lo es.

Si la literatura es conocimiento en los bordes, el tipo de experiencia literaria que Néstor Sánchez ensayó de manera incesante fue una experimentación sin concesiones, y consiguió plasmar una obra, que figura entre las más importante de nuestro tiempo. Su desaparición, su largo silencio, forman parte de sus misteriosos gestos de escritor profético, cultor de la otra literatura, la que nos inquiere y convoca. Dándose en ráfagas narrativas, en silencios, en reflejos inútiles. Sánchez va cerrando un territorio que no pertenece a nada, que se extiende hacia la noche, ya un habla casi inaudible, que hace seguramente pensar en el vacío.

Los encuentros a cualquier hora del día, son cosas olvidadas en una pequeña caja de Pandora sin fondo, que reagrupan la memoria y la difunden. “La posibilidad de un dolor infinitamente excitante existe”, la vida es fiesta, proliferación, “errancias recobradas, dicha amplitud del olvido”; que justifica la escritura y la constriñe en sus propios límites. Alguien habló y dijo algo, que se recuerda y piensa. Visiones introducidas en un vasto sentido que se pierde, enfoques jadeantes, anticipaciones de la nada.




Nosotros dos, de Néstor Sánchez

XXII

No sé de dónde el hábito a sentirlo todo en una sola tarde, los tres años antes de las doce de la noche y nosotros solos, casi sin hablarnos, por una calle que en mí debe corresponder a la zona del Bajo. Una única tarde en que las tantas piezas recorridas, los postigos trabados, la falta de ventanas y el techo bajo, el techo a dos aguas y los objetos con otras marcas de manos, siempre las sábanas amarillentas o una frazada sola o una colcha desteñida para taparnos, los libros firmados por otros, los puchos y el olor de los otros, todo se reduce y se funde, no sale de un ocre sucio en Arles, de un olor a trapos en el armario del altillo: me veo con las manos paralizadas en los bordes de las solapas, vos que tironeás una punta del papel floreado de las paredes a dos semanas del club social de Caballito, un poco pálida y el vestido verde, que te gusta esa pieza con el ruido del agua que cae en el water y la luz roja sobre la cabecera de la cama, apenas apoyada con un dedo y yo que te llamo desde la persiana sujeta con alambre, por el único intersticio, sin atreverme a otra cosa, te muestro el resplandor del río, la calle con adoquines irregulares por la que caminan sin hablarse un hombre y una mujer a la caída de la tarde.



Publicado inicialmente en el n° 18/19 de la revista EL OJO MOCHO, primavera/verano 2004.

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